Un colchón tejido de frágiles apuntes escolares. Un castillo edificado con tiesos cajas de cereales. Una torre de efectos personales de cimientos precarios. Una fortaleza temblorosa de gelatina y caviar. La obra de Mariana Bunimov confronta el espectador con un universo de objetos —reciclados, reubicados, rescatados, y resignificados— que se convierten en espacios táctiles, manipulables, movibles y hasta comestibles, que nos involucran e insinúan dentro de su producción de sentidos. Son obras que plantean preguntas claves sobre nuestra relación con las cosas físicas que nos rodean y su papel en cómo negociamos y producimos nuestro lugar en el mundo. ¿Cómo habitamos el espacio de los objetos (y ellos el nuestro)? ¿Cómo los incorporamos en nuestras identidades y memorias? ¿Cómo encarnan los objetos elementos de nosotros? ¿Cómo mediamos ese impulso acumulativo que marca al ser humano? ¿De qué manera nuestro trato con los objetos (con el mundo externo) produce (o no) sentidos de pertenencia? Lejos de pretender dar respuestas a estos interrogantes, planteamos aquí una breve aproximación a diversas negociaciones sugeridas por la obra de Bunimov para identificar el alcance cada vez más amplio de los temas que ésta interpela.

El primer escenario de su confrontación con el objeto es el plano doméstico y la vida personal desde el cual Bunimov construye obras a partir de materiales mundanos u objetos personales. Colchón cuadernos del colegio, un ensamblaje de páginas de sus cuadernos de bachillerato, y Lo que me Papá me pagó, un frágil tejido en papel de los recibos de cuentas del Country Club de Caracas pagadas por el padre de Bunimov, ambos del 2000, sugieren una identidad en desarrollo, la de una adolescente, en busca del espacio propio. Proponen el objeto personal (la hoja del cuaderno o el recibo del restaurant) como residuo de una experiencia formativa y cotidiana que sirve de premisa e insumo para la construcción de otros objetos que se pretenden elementos directamente compenetrados con la identidad. En este sentido Bunimov transforma un vasto archivo personal del día a día en una suerte de tributo concentrado o recuerdo objetual conglomerado que plantea lugares propios de lo íntimo: el colchón y la casa. Estas obras, además, parecieran ser la materialización de esa inquietud señalada por el pensador francés Georges Perec cuando expresó su añoranza por un tipo de espacio directamente vinculado a una pertenencia indisoluble y originaria: lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocados, inmutables arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal, la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi infancia lleno de recuerdos intactos….

Sin embargo, mientras que Bunimov se re-apropia de lo propio para fijar y garantizar la perdurabilidad de un tránsito identitario (él de la adolescencia), su particular reconstrucción del recuerdo como algo tangible y objetual no sugiere experiencias selladas, íntegras o libres de cierta melancolía. Al contrario, las uniones de los bordes de las hojas endebles y la semi-transparencia del papel hablan, más bien, de las fisuras y rupturas que marcan la experiencia humana y, por ende, de la necesidad de la tarea de tejer constantemente el hilo frágil de nuestras identidades.

El radar de las identidades referidas en la obra de Bunimov se expande cuando se incorporan los empaques, cajas de productos de consumo diario, tales como comidas, medicamentos, jabones, o pasta dental, utilizados en obras como Cinderella Castle (El castillo de Cenicienta) del 2007 como materia prima de la arquitectura fantasiosa que crean. Esta obra parece preguntarnos cómo se construye “un mundo feliz” (concepto, además, que da el título a una muestra de Bunimov del 2008) que atraviesa las mitologías contemporáneas de nuestro mundo contemporáneo: un mundo televisivo, empaquetado, mercadeado, globalizado y consumido a través de la sociedad del espectáculo. Las campañas publicitarias y técnicas de mercadeo pretenden que los objetos mundanos encarnen promesas infalibles que eliminen las fisuras y suturas del tejido de nuestras identidades. Como el castillo de Cenicienta, tornan las contingencias de la vida real en cuentos de hadas. En ese “mundo feliz” los conflictos se eliminan, las decepciones se disipan y el trabajo no existe; en otras palabras, y como lo viene diciendo una marca de jabón para ropa desde los año 50: “Ace lavando, tú descansando”. No obstante, como los productos de consumo, esos cuentos tienen su fecha de vencimiento y a pesar de sus promesas se someten a la fragilidad y precariedad que marca la vida.

Bunimov parece aferrarse a los signos transitorios y no fijos. Su Churuata Trailer (2000) replantea la imagen y espacio iconográfico del modo de vida indígena en Venezuela, planteando la churuata como arquitectura móvil y trasladable, y así rompiendo la supuesta inherencia de la asociación espacio-identidad, que es asignada con frecuencia a comunidades originarias presentadas por románticos discursos como el antídoto de los trastornos de la modernidad y contemporaneidad urbana. De modo similar, en 2002 Bunimov concibió y construyó otro espacio habitable, su Maison Portable (Casa portátil): un módulo armable para estancias temporales de vacaciones. Contrasta de forma notoria con su reconstrucción en escala de la Unidad Habitacional diseñada Le Corbusier —emblema insigne de las respuestas modernistas a vivienda humana—, la cual moldeó en chocolate HLM en chocolate (2005). Así, la “máquina para vivir”, como discurso que proponía una respuesta abarcante a la vivienda humana, se deviene una maqueta para comer, al igual que otras respuestas habitacionales como la Quinta Alpina (2008) y el Rancho de chocolate (2008).

A este grupo de obras se puede agregar la réplica en escala de la Fortaleza del Caviar – el Morro de la Habana (2009), realizada en gelatina y caviar para la Bienal de La Habana. Como las demás obras citadas arriba, este ícono en escala se plantea como objeto único en clara tensión pos-aurática. En vez de ser incorporadas como relato identitario que perdurará (como fue el caso de las tempranas e íntimas obras que se basaban en la identidad personal de la artista) estas obras comestibles son incorporadas (o encarnadas) en sentido literal y veloz. A pesar del estatus iconográfico del Morro, y el hecho que su materia prima es el codiciado caviar —símbolo del privilegio y del alto poder adquisitivo— la obra no está para ser adorada o venerada. Al contrario, el Morro es trasladado al plano corporal del espectador y la función básica de la digestión. Como obra, se activa al ser descompuesta. Como objeto, cobra sentido al desaparecerse. En síntesis, junto con las maquetas de chocolate del rancho que simboliza numerosas ciudades latinoamericanos y globales o el superbloque que otrora fue escudo de las aspiraciones de la modernidad urbana, este ícono no figura como fósil cultural reproducido en miniatura para congelarse intacto en el tiempo o para denotar una identidad fija, sino que se plantea como otro objeto habitable, movible, comestible: un objeto para ser apropiado e incorporado en sentido literal, cuyo significado se sume al flujo de un mundo de contrastes, de ideologías endebles y los dinámicos e imprevisibles cambios a los cuales ninguno es exento.

Lisa Blackmore
Caracas, Mayo 2011